miércoles, 27 de junio de 2012

Semblanzas



Hace unos días recibí un bonito regalo, una lámina pintada a plumilla de un lugar del término. En primer lugar y ocupando casi todo el plano, una vieja casa de campo desconchada y con bajos tejados de tejas árabes, una higuera, unos chopos, a lo lejos un tenue horizonte trazado en finas líneas, El Tejarejo, Ronda la Vieja, Maravé. Setenil queda apuntado como una sucesión de manchitas blancas (arriba podéis ver un detalle).
Me lo regaló Roel, un jubilado holandés que nos visitó en las primeras semanas de Mayo. Quizás lo hayas visto paseando con su mujer por el pueblo; alto y desgarbado, pelos descuidados y una barba incipiente. Viste con vaqueros y sandalias, muy informal y siempre anda con una cámara colgada al cuello. Es tranquilo, educado y jovial y saluda a quien se cruza con él.
Roel tiene unos sesenta y pocos años de edad, su jubilación le da lo suficiente como para viajar de vez en cuando y dedicarse a sus aficiones favoritas, la pintura y la fotografía. Prácticamente es de la misma quinta que nuestro amigo Juan, ese hombre que es tan feliz pero que aún no lo sabe. Aparentemente no puede haber más diferencias entre los dos, al menos superficialmente.
Roel viste de manera despreocupada, podríamos decir casual, tanto que su indumentaria no desentonaría nada de la de un grupo de estudiantes. Juan viste como los hombres del campo, clásico, formal y sólo ese raído sombrerillo de paja que usa cuando la calor confiere un toque exclusivo a su indumentaria. El visitante parece más joven de lo que dice su edad, mientras nuestro paisano ya apunta maneras y hechuras de abuelete.
Sin embargo son otras las diferencias que pueden llamarnos la atención. Roel conoce mundo, Juan, aunque fue inmigrante en Francia no conoce nada más que los bancales de su huerto. Roel, sabe idiomas y tiene una buena pensión, Juan habla poco, su pensión apenas les da para llegar a fin de mes y si no fuera por el huerto la paguilla no les daría ni para pagar la contribución o la factura de la luz.
Roel ama los paisajes inhóspitos y agrarios. Los captura con su cámara y luego, en la soledad de su casa holandesa, pintará acuarelas de trigales amarillos e intensos cielos azules. Disfruta cada instante que pasa entre nosotros, inspira profundamente el aire, absorbe los aromas del campo, del trigo y el olivar (siente una extraña fascinación por los troncos retorcidos de los viejos olivos) conversa con la gente, les hace preguntas en un rudimentario castellano jalonado de palabras en italiano, pretende impregnar sus sentidos de todo lo que le rodea. Juan ha viajado poco, lo suficiente para pensar que como se está en casa de uno en ningún sitio. Muchas veces, entre golpes de azada, se incorpora y eleva su mirada al horizonte, a los verdes chopos que emergen desde el lecho del río, quizás para ver de donde sopla el viento y si esas nubes que llegan del poniente vienen preñadas de agua. Ya sabemos que no cambiaría la sombra de esa higuera que tiene junto al arroyo por la mejor de las terrazas de la Costa Azul.
Roel viaja, observa, pinta. Juan esculpe con tierra y agua bellas esculturas vegetales. En el fondo los dos son artistas. Si hubieran tenido la oportunidad de conocerse durante estos días, habrían compartido unos vasos de ese vinillo que Juan enfría en la alacena de su choza. Quizás no sean tan diferentes.

martes, 26 de junio de 2012

Algunas cosas buenas



"Enseñamé a volar golondrina
para volver contigo en primavera,
para mirar mi pueblo desde arriba
y quitarle las espinas a mi tierra..."
Así empieza esta bonita coplilla que nuestro amigo Miguel Bermúdez dedica a Setenil, y me consta que no es la primera, que hay una sevillana por ahí donde Setenil es ni más ni menos que "la meca del pueblo andaluz". 
Ultimamente parece que algo se mueve por aquí; Una asociación de discapacitados, clubs deportivos que además no paran de organizar eventos, asociaciones de padres, marchas nocturnas, carreras solidarias, la banda que vuelve a ensayar...pues eso, parece que con la crisis y ante el endémico encefalograma plano  que sufren nuestras administraciones, el ciudadano de a pié se ha dado cuenta de que tiene que organizarse por su cuenta, con la única ayuda de sus amigos y vecinos. La verdad es que no puede haber cosa más sana.
En fin...¡Salud amigos! en este caluroso principio de verano.

lunes, 18 de junio de 2012

Marcha solidaria Sonrisa Libre en Setenil


De gran éxito se puede calificar la Iª Marcha Solidaria a favor de la Asociación de Discapacitados de Setenil "Sonrisa Libre"que convocó a cerca de 250 personas para hacer la Ruta de los Bandoleros, saliendo desde Setenil hacia la Venta de Leches, para bajar por los Montecillos.
Contínuos puestos de avituallamiento durante todo el recorrido con frutas y bebidas, coches de ayuda y la colaboración de muchas asociaciones de Setenil y de la comarca (que no quiero nombrar para evitar dejar alguna atrás). Luego, en la meta, sorteos de regalos, cervecitas y una paella que se hizo esperar y que fué la causa de que, enloquecidos por el hambre, por poco acabáramos devorándonos unos a otros. Para la próxima ya sabemos que hay que tener el arroz listo un poco antes.
A la espera de que podamos agenciarnos algunas fotografías más (lamentablemente olvidé llevar la cámara), hago uso de esta del blog de Los Saltalindes de Setenil, donde podemos ver a Antonio, Rafael y Lucas, colaboradores de un puesto de avituallamiento situado en la Capellanía, y que muy bien podríamos titular "a problemas sin remedio, botellón de litro y medio".
¡Salud a todos!

jueves, 14 de junio de 2012

Historia de un escudo


En el patio de una noble y antigua casa setenileña luce entre recias columnas un escudo heráldico de cantería. Me acerco y trato de distinguir sus caracteres pero la dueña de la casa me comenta que resultará más fácil en un dibujo semejante que está colgado en la pared.
El escudo familiar de la casa, entre armas y símbolos de las hazañas de heroicos parientes; el yelmo entre el penacho de plumas, el de piedra de lado y en la pintura de frente, el dragón, la Cruz de Calatrava, la espada, la media luna, la bofetada al moro, un león bajo una palmera y la divisa “Me mandó hacer el licenciado Don Pedro Montero Santisteban y Martel, vecino de Setenil”.
En algún legajo suelto encontramos la siguiente inscripción marginal, escrita en tinta azul marino: “Tomé nota de lo más notable que contiene este testamento, el día 23 de marzo de 1910. Firmado: José Pérez Benítez Montero Porras... La casa en que vivió y murió D. Pedro Montero de Espinosa Santisteban y Martel, se conservó en los descendientes de Don Alonso Quijada hasta el año de 1906 que vendieron la mitad a Manuel Castaño Marín, quedando la otra mitad en poder de Úrsula Zamudio Quijada mujer de Victoriano Domínguez. En esta casa vivió y murió también a los 87 años de edad D. José Zamudio Sánchez, presbítero y último beneficiado de esta villa, que fue coadjutor de esta parroquia. La portada de cantera que tenía la referida casa, y que según declara en este testamento D. Pedro Montero fue costeada por él, la derribó el Castaño Marín al obrar su casa, colocando sus sillares o cantos en la pared que hay frente a su puerta. El escudo de armas de los Quijadas fue colocado por indicación mía en la puerta de la casa de Victoriano Domínguez, en la orla que rodea dicho escudo, dice fue hecho por D. Gabriel Quijada el año de 1662, y á los lados del escudo había otra inscripción con la fecha del año 1152, que quería indicar la antigüedad de nobleza de la familia Quijada, cuyo solar estaba en la ciudad de León” Firmado: J.P.B La dueña de la casa me aclara un poco las cosas. En lo que un día fue el cine de verano, se levantaba en tiempos la casa solariega de D. Pedro Montero de Espinosa Santisteban y Martel, hidalgo setenileño del siglo XVIII que aparece reiteradamente en testamentos, escrituras de compraventa y limpiezas de sangre. Murió este hombre sin descendencia y su testamento es un auténtico compendio de la historia del Setenil desde la conquista hasta sus tiempos. Mantuvieron la casa sus descendientes hasta 1906, cuando fue vendida y derribada, pero por mediación de José Pérez Benítez se mantiene el escudo en una estancia de la nueva vivienda.
Con el tiempo la casa fue destinada a cine y salón de celebraciones, con lo que nuestro escudo sería testigo mudo de las bodas y demás eventos de tantos y tantos setenileños. Así hasta mediados de los años sesenta cuando se realizan obras en el edificio y se procedió a demoler un muro del salón donde lucía el blasón. Juan Carrasco, conociendo el escudo por ser el propio de su familia, se lo pide a Juan Domínguez, propietario del cine, y este le propone que a cambio le ceda el que adorna el dintel de su casa, blasón heráldico de los Molinillo. De esta manera se llega al acuerdo; el escudo de los Quijada se coloca en la casa de Juan Carrasco mientras Juan Domínguez se quedaría con el de los Molinillo. Esa era la idea, pero arrancar este último y sacarlo del dintel donde está inserto significaría su destrucción por estar hecho en arenisca, un material muy maleable y por ser una misma pieza con la portada dieciochesca.
Finalmente Juan Domínguez cede en su empeño y se conforma con el pago de tantos cartones de huevos como sean necesarios para insonorizar las paredes de su flamante cine. De esta manera, en la portada de la casa de Juan Carrasco Pérez, descendiente de aquel D. Pedro Montero de Espinosa Santisteban y Martel, se mantendría el escudo de los Molinillo, mientras en su interior, en el patio de columnas, luce el propio de su familia, ¡el de los Quixada!
Sobre José Pérez Benítez encontramos el siguiente comentario de los Hermanos de las Cuevas, cuando se refieren al Archivo Municipal de Setenil: “...ha repasado este archivo un señor que firma don José Pérez, en 1906. Debió de ser un gran lector de escritura procesal, porque algunos documentos aparecen con citas al margen muy concretas. Pérez Aguilar como siempre nos completa el dato. Se trata de don José Pérez Benítez que enfermo, dedicó buena parte de su vida a estudiar los archivos de la villa y en todos ellos puso notas marginales muy prácticas para su estudio. Un hombre benemérito en definitiva”.
En unos folios mecanografiados por el mismísimo historiador rondeño Alfonso Pérez Aguilar, encontramos la siguiente aclaración: “Me voy a permitir resaltar a un erudito local de principios del siglo actual y finales del anterior, que por ser familiar nuestro, quizás no debía hacerlo, pero ¿quién se va a acordar de él, si no dejó descendencia, ni su hermano, el reverendo Gabriel, párroco de Alhaurín el Grande? Se trata de mi tío segundo Don José Pérez Benítez. No se revisan papeles antiguos del pueblo que no hayan sido revisados anteriormente por él, quizás por su enfermedad crónica dedicó parte de su vida a estudiar todos los archivos, públicos y privados de la villa y en todos ellos puso notas marginales que demuestran el interés y cariño por las cosas de su tierra natal, que recopiladas sería una verdadera historia (de Setenil) desde la Reconquista”
Me doy cuenta de que manejo las copias de documentos originales con los que trabajaron notables historiadores de Setenil como José Pérez Benítez que llegó a cotejar pacientemente casi todo el archivo histórico setenileño, Alfonso Pérez Aguilar, historiador y arqueólogo que colaborara con Mata Carriazo y que hiciera de su cortijo del Moral su Troya particular, los propios hermanos de las Cuevas; testamentos, compraventas de tierras y solares, limpiezas de sangre, la genealogía de los viejos apellidos setenileños, añejas nomenclaturas de huertas y fincas con aroma a medievo, misas y obligaciones espirituales, dignidades, ese espíritu en definitiva de la antigua hidalguía rural que confiere a Setenil una concreta y peculiar idiosincrasia.
Hago mías las palabras con las que los hermanos de las Cuevas agradecieron, hace más de cincuenta años, la ayuda de las autoridades y los particulares de Setenil para con sus investigaciones: “queremos agradecer las gentilezas que han tenido para nosotros diversos señores (en mi caso señora) de Setenil, poniendo a nuestra disposición los viejos papeles de sus casas”.

lunes, 11 de junio de 2012

Encerrada en la despensa


Por Rafa

Debía de ser una chica con genio, de esas que hoy se dice que tienen carácter. Yo la conocí cuando ya era mayor pero desprendía energía y alegría de vivir, así que visitar a la hermana de mi abuelo en aquella casa cuajada de geranios y gitanillas cada vez que volvía a Setenil era precepto obligado.
En una de tantas anécdotas que rememoraba de su juventud, nos contaba reiteradamente a sus hijos y sobrinos aquella vez que siendo una niña de unos once años, después de una rabieta, una trastada o vaya usted a saber por qué, su madre la encerró en la despensa de su casa. Ella se empeñaba en contarme como era aquel lugar de su infancia, sin darse cuenta que yo lo conocía perfectamente pues permanecía en la casa de mis abuelos tal cual estaba en sus tiempos.
Las casas viejas tienen eso, la esencia de las vidas de otras personas que han morado en ella antes que tú; padres, tíos, abuelos, bisabuelos. ¿Cuántas personas han nacido en aquellas habitaciones? ¿Cuántas han muerto? ¿Qué alegrías, qué tristezas se habrán vivido entre sus vetustos  muros?
El caso es que la tía Mena se empeñaba en contarnos que la despensa estaba en el pasillo de los atrojes y que se accedía subiendo tres escalones rojos delimitados por una pequeña albarrá. Los tejados de vigas de madera eran bajos y tenía una pequeña ventana protegida por una tela metálica que daba al interior . Allí, en aquel tétrico lugar, lóbrego y oscuro, era donde se almacenaban los mejores productos de la casa; chacinas de la matanza, salchichones, ristras de chorizos y morcillas, tinajas con lomo, chicharrones en manteca y aceitunas aliñás, tocino fresco, queso en aceite, ristras de ajos, nueces y almendras, dulces de membrillo para los postres quizás algunos licores y aguardientes para las fiestas de guardar.
Allí, en aquel pequeño y oculto país de Jauja, fue donde la madre encerró a la niña bajo llave y la castigó sin almorzar. Pero Mena era mucha Mena, como en sus cortos once años de edad no gastase costumbre de ayunar y como los aromas de las viandas rezumaban en la despensa como fantasmas en la oscuridad, nuestra amiga se puso a esculcar entre tinajas y lebrillos y sin cubiertos ni manteles bordados, se dispuso a dar buena cuenta de un pantagruélico banquete de muy señor mío, de esos que ya lo quisieran para sí los mismísimos zares de todas las Rusias.
No hubo jarro en los que no metiera los dedos, tapa de madera que no levantase ni manjar que se quedara sin probar, que así lo contaba ella, con la guasa y desparpajo que despachaba a raudales. Si eso era un castigo, por ella que la castigase de esa manera todos los días.
Y como después de un almuerzo-cena de ese calibre, lo suyo era echar una cabezadita, Mena se sentó en el entarimado de madera para dejarse caer en los brazos de Morfeo pero ¡Ay Dios Mío! Tanto chorizo, tanto lomo, tantos chicharrones y aceitunas... cuando la sed dijo aquí estoy yo, ni Morfeo ni gaitas que allí no había agua ni nada que se le pareciese.
Tentada estuvo por la sed a abrir una botella de aguardiente, que sólo el sonoro borboteo del líquido en su botella mareo le daba, y como si de una barrera infranqueable se tratara, un límite que era mejor no pasar, se abstuvo de hacerlo mientras en su interior se libraba una terrible batalla entre la sed y su orgullo. Finalmente ganó el primero, y como sabía que a su madre era mejor no molestarla con esas cosas, llamó a una tal Estefanía que allí trabajaba y tenía a las niñas de la casa en mucho aprecio.
¡Estefanía, Estefanía! un poquito de agua por favor que me muero de sed.
Ya me olía yo que algo raro pasaba, que no te he escuchado yo en toda la tarde. Le responde la muchacha.
Al poco sube Estefanía las escaleras con un jarrillo de agua fresca con el que saciar la sed de la niña, para darse cuenta de que la llave la tiene la señora de la casa a buen recaudo en su delantal y que la tela metálica de la ventana es demasiado fina como para que pueden realizar el trasvase.
Después de varios intentos y mucha agua derramada, como si de alguna novela del Buscón Don Pablos o el Lazarillo se tratase, idean usar una caña hueca para meter el agua por la rejilla. Dicho y hecho, y de esta manera, sorbiendo por una cañita la niña pudo saciar su sed terrible, que nos contaba a los sobrinos entre aspavientos y carcajadas que más de tres jarras se tomó.
Como les cuento, aún sigue en aquella vieja casa vencida por el tiempo la pequeña despensa donde antaño tantas viandas tenían morada y cobijo. Aún hoy, cada vez que subo los escaloncitos colorados y entro bajo sus techos de madera, me imagino a esa entrañable tía abuela mía con las manos y la boca sucias de manteca, enfrascada en las ristras de chorizos y las tinajas de lomo...Quizás, en la oscuridad y el silencio de la noche, se puedan oír aún los lastimeros quejidos de la niña pidiendo agua.


sábado, 9 de junio de 2012

Los cuatro chopos


Por Rafa

Cuando era un chaval, durante las calurosas tardes del verano pasaba largas horas refrescándome en una vieja alberca de agua fría y chorrito continuo. Desde muy lejos podías ver donde se ubicaba pues cuatro enormes chopos la delimitaban. Un moral, una higuera, un membrillo, un almendro y varios rosales terminaban por darle un aspecto sombrío y selvático, mientras el agua, que tornaba a un color verde por las sombras circundantes, parecía la de esos tenebrosos pantanos de las películas de Tarzán.
En aquella alberca refrescaba yo las tediosas tardes de verano, chapoteando de vez en cuando en un agua que, pese a su oscuridad, estaba limpia y cristalina pues venía directamente de las entrañas de la tierra, contemplando los trazos de cielo azul que se asomaban por las copas de lo árboles y compartiendo quizás el lugar con un rano de ojos saltones e inquisidores, malencarado y grandote que tomaba el sol en el borde de piedra.
Cuatro chopos que a esa altura del estío explotaban en un brillante verde limón, justo en el momento que el calor había hecho criba y los campos lucían con ese dorado tan propio del verano. Así, aquella pequeña alberca, aquellos cuatro chopos, la higuera y el resto de la arboleda conferían a ese rinconcito el aspecto edénico de un oasis rodeado de retorcidos olivos y un mar de espigas prestas a ser cosechadas.
Todos los años, cuando la cosechadora pasaba entre las calles de los olivos y dejaba la tierra como cuajada de flechas, venía un cabrero con su rebaño para que los animales rozaran el rastrojo seco que había quedado en el campo, luego con una especie de calabozo largo empezaba a cortar las ramas de abajo a arriba mientras las cabras corrían a su alrededor a refrescarse con aquel manjar de hojas frescas. Algunas veces, el pastor venía con algún muchacho que ayudado con una cincha subía hasta lo alto del chopo y lo dejaba pelado hasta la misma concoyita.
Para los niños era un auténtico espectáculo ver a aquellos hombres trabajar, pero sobre todo contemplar como los animales se volvían locos comiendo las hojas del chopo, quizás lo único verde que hubieran probado en meses.
Mientras tanto, aquel hombre se arrimaba a nosotros y apoyado sobre su cayado nos contaba cosas y nos preguntaba si no nos daba miedo bañarnos en esa agua tan negra...las cosas de la gente del campo.
Después de un tiempo, aquel viejete dejó de aparecer como todos los veranos por la alberca, tampoco desde luego se ven muchas cabras por el término ramoneando en los baldíos y arcenes. El almendro se secó, alguien tuvo la idea de plantar una acacia donde los rosales y ya no se ve ninguno manchando de rosa y blanco el campo. Los chopos, los cuatro chopos gigantes que parecían rozar el infinito azul del cielo, se cuajaron de ramas desde los pies a la punta y, abrumados por el peso, se fueron tronchando. Hoy sólo queda uno vivo, mortificado por un follaje que amenaza su estabilidad. Los otros tres se alzan secos e inertes como viejos altares paganos, como columnas quebradas de un antiguo templo.
Hace años que aquel pastor dejó de venir por la alberca, ya no hay nadie que alivie el peso del chopo ni cabras que sacien la sed con sus verdes hojas. Quizás nuestro pastor haya fallecido, no lo sé, pero lo que sí tengo claro es que como si de una extraña simbiosis se tratara, los chopos murieron con él.

jueves, 7 de junio de 2012

Una persecución en el monte



En el cuartel de la Guardia Civil se recibe una denuncia a media mañana; en plena noche, alguien ha entrado en un corral ubicado en La Mata y ha robado un chivo. Del viejo caserón salen dos parejas de guardias en busca del ladrón, una coge por la carretera de Los Caños y la otra se llega a la casa de un sospechoso habitual en estos menesteres. Cuando están en la humilde choza de piedra y cañizo acceden a la parte de atrás donde, cercado por unas chumberas, hay algo parecido a un patio. Allí encuentran restos de lo que parece haber sido el sacrificio del animal pero ninguna pista del autor del robo, así que se disponen a salir al campo en su búsqueda.
Primero bajan a las Cuevas de San Román y registran algunos corrales, lugar donde en alguna ocasión ha buscado refugio, pero en esta ocasión no dan con él. Los guardias vuelven por sus pies y suben a La Umbría para ir preguntando por los cortijos de Los Montecillos. Desde una encina, el ladronzuelo sigue a los guardias con la vista. Sabe que aunque la cosa no es grave, es reincidente y si lo pillan puede pasar algunos días a la sombra e incluso quizás le caigan algunas bofetadas.
José (llamémosle así, mejor no dar su nombre real) huye a toda prisa, asciende campo a través, cruza los olivares y como una alimaña se esconde entre las zarzas de un arroyo, allí piensa que estará seguro. Pero los guardias, impasibles, se mueven cerca. Preguntan a un labrador, alguien les dice que han visto a un hombre menudo y harapiento corriendo entre los olivares. Tampoco en las zarzas anda seguro nuestro protagonista. Protegido dentro del arroyo sigue subiendo, su idea es llegar a La Mata sin salir al olivar. Allí, en las fragosidades del monte encontrará refugio hasta que la cosa se enfríe y pueda volver al pueblo. Pero los guardias son implacables en su persecución, ahora parece que se han separado, uno le sigue los pasos al fugitivo subiendo paralelo a las zarzas, abriéndose camino con la culata del mosquetón, pero el otro, el más alto, parece que ha desaparecido. José está contrariado, ha pasado toda la noche en vela corriendo de aquí para allá con el chivo a cuestas, luego lo ha matado y cuando se disponía a echarse un rato alguien lo avisó de que los guardias venían en su busca. Tiene hambre, está cansado y parece que esta vez no abandonarán la persecución tan fácilmente como en otras ocasiones, aún así tiene que seguir huyendo, conoce esos campos como la palma de la mano, cada rincón, cada recodo y cualquier árbol hueco podrá servirle de refugio.
Parece que ha dejado bastante atrás al guardia que le persigue por el arroyo, anda a cuatro patas, como un animal, casi se podría decir que huele a lo lejos el correaje de cuero y metal de sus perseguidores ¡A él lo van a coger en la Mata! Ya le queda poco, a unos veinte metros se ve el muro de piedra, sólo tiene que atravesar un pequeño espacio despejado, entonces...
¿Qué pasa José? ¿Cómo tú por estos andurriales? Nuestro protagonista se queda petrificado. Mientras uno de los guardias emprendía su persecución arroyo arriba, el otro se desviaba al otro lado para ascender a su vez velozmente y esperar a fugitivo justo al final de las zarzas. Señor cabo, mis niños tenían hambre y yo no tenía ná que darles, se defiende.
El  cabo permanece en silencio por un instante. José, prosigue, han denunciado el robo de un chivo y en Olvera el teniente está enterado. Si te bajo al cuartel lo más seguro es que te lleven preso al Puerto y yo no podría hacer nada. Vamos a hacer un trato: Te tiras para la Mata y te quedas allí por unos días, como se te ocurra bajar por el pueblo no voy a tener más remedio que detenerte. Yo me encargo de dejar dicho en el cuartel de que nadie suba aquí, que esto ya lo hemos barrido y mientras tanto seguiremos buscando por otros sitios. ¿Queda claro José?
Queda claro señor cabo. ¡Que dios se lo pague!
Una escena rutinaria en el Setenil de principios de los sesenta. Los tiempos del hambre han quedado lejos pero aún hay mucha miseria y necesidad.
Hace ya algunos años, un hombre pequeño y muy delgado, ya por aquellos entonces bastante mayor, me preguntó si mi padre era ese guardia del que huía en el monte. Yo le contesté afirmativamente, entonces me contó esta historia y me dijo la de veces que aquel cabo de la Guardia Civil hizo la vista gorda o lo dejó escaparse después de alguna fechoría.
Tenía que dar de comer a los hijos, ¿sabes? Se disculpó.
En la hoja de servicios de mi padre hay algunos hechos relevantes, un abnegado militar de vocación que seguramente amaba su trabajo pero que ante todo anteponía su condición de hombre bueno. Puede que esta anécdota contada por uno de los protagonistas no aparezca en su historia militar, pero yo les aseguque es de la que más orgulloso estoy.
Por Rafa